NOTAS ANTROPOLÓGICAS SOBRE EL DESEO AL SERVICIO DE LA FORMACIÓN MONÁSTICA

(Conferencia a los Capítulos Generales, Octubre 2005)

Introducción   Una vez más deseo hacer una contribución antropológica en el contexto de nuestra formación monástica.  La salida de una media docena de monjes-adultos jóvenes durante los últimos dos años me ha hecho pensar.  En casi todos los casos había un par de datos comunes: descubrimiento del amor humano encarnado en una mujer concreta y relativización total de todo lo vivido precedentemente.  Pareciera que el descubrimiento del amor humano hubiera convertido en irreal la búsqueda monástica de Dios.

Obviamente  no se trata ahora de enjuiciar la vocación de estos jóvenes; se trata, más bien, de cuestionarnos sobre la formación que les ofrecimos.  Algunas preguntas pertinentes podrían ser estas: ¿sobre qué bases humanas se construyó el rascacielos espiritual?, ¿qué tipo de antropología sirvió de presupuesto al proceso formativo?, ¿estamos convencidos de que la gracia edifica sobre la naturaleza? ¿favorecemos dicotomías aunque afirmamos lo contrario?, ¿porqué las jóvenes monjas no hacen experiencias semejantes?, ¿son las mujeres más realistas aunque los varones somos más carnales?, ¿reprimimos lo instintivo en favor de lo racional?, ¿valoramos lo espiritual en detrimento de lo corporal?, ¿continuamos alegorizando los textos bíblicos sobre el amor vaciándolos de su espesor humano?, ¿nutrimos el sentido de pertenencia comunitaria?  Y así podríamos continuar con interrogantes semejantes. 

No es mi intención responder directamente a las preguntas recién evocadas. No obstante, los párrafos que seguirán ofrecerán algún inicio de respuesta.  El tema que vamos a tratar puede ser formulado con estas palabras: “notas antropológicas sobre el deseo al servicio de la formación monástica”.  En consecuencia, trataré el tema en una forma parcial e incompleta (se trata de simples “notas”) y mi enfoque será principalmente antropológico, aunque sin olvidar que la antropología cristiana encuentra su sentido más propio y pleno en el ámbito de la teología. 

El siguiente texto del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica me ha servido de inspiración y nos será útil como punto de partida:

            Dios mismo, creando al hombre a su propia imagen, ha inscrito en su corazón el deseo de verlo.  Aunque tal deseo sea con frecuencia ignorado, Dios no cesa de atraer al hombre hacia Sí, a fin de que viva y encuentre en Él aquella plenitud de verdad y de felicidad, que busca sin cesar.  Por naturaleza y por vocación, el hombre es por consiguiente un ser religioso, capaz de entrar en comunión con Dios.  Esta ligazón íntima y vital con Dios le confiere al hombre su fundamental dignidad. (2) 

Este texto magisterial ubica el deseo en íntima relación con la imagen divina en la creatura humana; este deseo fontal o estructural mueve a la creatura en búsqueda de la plenitud del Creador y hace de él un ser religioso y digno. 

No hace falta decir que este texto del Catecismo hunde sus raíces en la tradición agustiniana.  En efecto, cómo no recordar estas célebres palabras del Santo de Hipona: nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en ti (San Agustín, Confesiones, I,1:1).  La Regla de San Benito y los escritos de San Gregorio Magno fueron los principales vehículos que comunicaron la “espiritualidad” agustiniana a los monasterios occidentales durante la edad media.  Esta es la savia que nutre y vigoriza nuestra propia tradición cisterciense; Bernardo de Claraval encuentra aquí los fundamentos para su doctrina espiritual. 

El tema del deseo ocupa un lugar central en la antropología cisterciense.  El lenguaje místico de nuestros Padres expresa y manifiesta la experiencia del desiderium.  Cinco términos básicos se refieren a ella: desiderium, affectus, amor, caritas, contemplatio, nuptiae.  Además, San Bernardo utiliza diferentes sinónimos en sus Sermones sobre el Cantar de los Cantares, tales como: suspirare (suspirar, 59:4), appetire (apetecer, 47:5), sitire (tener sed, 7:2), suspendere  (estar suspendido, 17:2), clamitare (clamar, 74:7), se afflictare (afligirse, 31:5), inhiare (bocabierto por la avidez, como un pichoncito que espera la comida de su madre, 28:13), deficere (afligirse, 28:13),  flere (llorar, 58:11).  Todo esto nos muestra la importancia del tema y es otro motivo para abordarlo en el hoy en que vivimos.

Ahora bien, la presente conferencia seguirá el siguiente itinerario.  Comenzaremos consultando la revelación bíblica a fin de indicar el lugar central del deseo en la antropología judeo-cristiana.  Luego veremos la etimología de la palabra, sus paradojas y la omnipresencia del deseo en la experiencia humana, de manera especial en la sexualidad, la religión, la psicología y las culturas.  Concluiremos con algunas reflexiones sobre su relación con la virtud teologal de la esperanza.  Procuraré en cada caso sacar algunas conclusiones y subrayar algunos aspectos en relación con la formación monástica.

1. Deseo e imagen y semejanza 

En la antropología bíblica encontramos un término de importancia básica para entender la experiencia humana del deseo.  Este término ya aparece en las primeras páginas de la Biblia: Entonces Yahvéh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un nefesh viviente (Gn.2:7). 

Una simple consulta a los diccionarios y estudios de teología bíblica del Antiguo Testamento nos muestra que nefesh aparece unas 754 veces en la Sagrada Escritura con una amplia variedad de sentidos: aliento, alma, vida, garganta, apetito, deseo, ser vivo, vida, persona.  Para nuestro interés baste decir que puede indicar:

-Un órgano físico-corpóreo que permite respirar o tragar: la garganta, cuello (Is.51:23; Sal.69:2; Prov.3:22; 25:25), la boca (Is.5:14; Prov.28:25), e inclusive el estómago (Is.29:8; Prov.6:30; Sal.107:9).

-La función fisiológica relacionada con ellos: la respiración (Gn.35:18; Lam.2:12; Job.11:12), la sed  (Sal.78:18; Prov.16:26), el deseo de alimento (Dt.23:25; Prov.12:10; Sal.106:15).

-En sentido traslaticio, la tensión del ansia o del deseo (I Sam.20:4; Prov.19:2; Sal.105:22).

Es decir, nefesh puede también ser utilizado para designar al hombre viviente como ser de deseo, estructurado hacia la relación con el otro/Otro para la realización de sí mismo.  En este sentido, podemos traducir libremente el texto del Génesis 2:7 de la siguiente forma: y resultó el hombre un deseante viviente.  Cuando la amada del Cantar habla del amado como del amor de mi alma, estaría diciendo: ¡el deseado de mis deseos! (Cant.1:7; 3:1-4; cf. 5:6; 6:12).  Y leemos también en el Salmo 130,6: mi alma (mi nefesh) tiende al Señor como los centinelas a la mañana; es decir: la estructura de mi persona en cuanto deseante está orientada hacia Dios, como el centinela que espera la aurora (Cf. Sal.42:2,6,12; 43:5). 

Como acabamos de ver, el sustantivo nefesh a veces se traduce también como alma, vida, o incluso con un pronombre personal; en efecto, cuando es utilizado en relación con sentimientos, indica globalmente el centro vital de la persona: su sentir, aspirar, reaccionar y también decidir (Juec.18;25; II Sam.5:8; 17:8; Is.19:10; 38:15; Prov.11:25; 14:10; Jer.42:21; etc.). 

Esta doctrina bíblica es asumida por San Agustín, quien afirma: el deseo es el seno del corazón (Confesiones, 10:8).  Algunos filósofos modernos se ubican en esta misma óptica, uno de ellos no vacilará en afirmar: el deseo es la esencia del hombre (Spinoza, Ética, IV; Proposición 18). 

A partir de este deseo fontal y estructural los seres humanos vivimos deseando y multiplicando deseos.  Estos deseos despiertan toda una constelación de sentimientos: vivimos deseando y sintiendo. Esta realidad tan básica de nuestro vivir humano ha de ocupar un lugar preferencial en nuestros programas de formación monástica.  El monasterio será una escuela de caridad en la medida en que sepa educar los deseos y ordenar los afectos.

2. Etimología y sentido

Un ser humano se comporta como tal funcionando en forma “deseante”, afectiva, volitiva, consciente e inteligente.  Es decir, el deseo, la afectividad, la voluntad, la consciencia y la inteligencia son las funciones psíquicas básicas del comportamiento de un ser humano, varón o mujer.  El deseo es una estructura de base antes de diferenciarse en diferentes deseos.  Este deseo fontal subyace a nuestra afectividad y voluntad.

Pero, ¿qué nos enseña la etimología de la palabra deseo respecto a la experiencia indicada por dicho término?  Entre las varias etimologías posibles retengo la siguiente. La palabra “deseo” proviene del latín: de-siderare, palabra compuesta de una partícula privativa (de) y de un sustantivo (sidus-eris: astro), de donde: echar en falta un astro.

La cultura china nos enseña también algo interesante sobre este particular.  La palabra “esperanza” (wang en chino mandarín) se escribe con un ideograma compuesto de dos partes.  En la parte inferior: un hombre parado sobre una plataforma mirando hacia arriba; en la parte superior: la luna menguante.  Es decir, la esperanza se representa mediante un ser humano que espera y desea la llegada de la luna llena.  Este mismo ideograma, en japonés, se utiliza para referirse al deseo (nozomi) y a la acción de desear (nozomu). 

En consecuencia, cuando hablamos de deseo hablamos metafóricamente y nos referimos al movimiento hacia algo o hacia alguien ausente que se muestra y se percibe como bueno y atrayente.  En más detalle, el deseo implica un sentimiento de ausencia, de búsqueda de lo ausente, de retención de lo ausente hecho presente y de nuevo sentimiento de ausencia por insatisfacción del presente retenido.  Bernardo de Claraval describe con concisión esta experiencia del deseo: todos los seres dotados de razón, por tendencia natural, aspiran siempre a lo que les parece mejor, y no están satisfechos si les falta algo que consideran mejor (Dil, 18). 

De lo que venimos diciendo se desprende una lección importante para el proceso de maduración personal. Sólo cuando reconocemos nuestra “falta” estructural puede surgir el mundo y los otros en cuanto diferentes y con todo su potencial de sentido y de misión a realizar.

 La aceptación de la carencia y ausencia, con la consecuente soledad existencial que nos caracteriza como humanos, es requisito insoslayable para establecer relaciones con los demás.  En efecto, sólo cuando reconocemos ser seres carentes puede surgir el otro en cuanto otro y convertirse en compañero.  Somos todo para nadie y nadie puede ser todo para nosotros.  Esta es una condición para que pueda existir: la pareja, la amistad, la fraternidad, la comunidad y la solidaridad.  Pero siempre habrá una distancia,  separación y diferencia constituyentes.  Todo es presencia y ausencia, aún en la más íntima comunión. 

Cuando nuestro deseo ha sido configurado y limitado por la separación, la diferencia y la ausencia, se podrá evitar esta triple tentación:

-La fusión con el otro/a que concluye aniquilando al amor: riesgo bastante común en el proceso de formación monástica inicial.

-La cosificación del otro/a al servicio de uno mismo: riesgo posible por parte de superiores/as carentes de suficiente madurez humana.

-La autoeliminación al servicio de lo que se supone es el deseo del otro: riesgo de no pocas jóvenes en formación que buscan agradar a sus formadoras.

3. Paradojas y dimensiones 

El deseo es una realidad paradojal y omnipresente en nuestras vidas humanas.  Nos pone en movimiento y en búsqueda a partir de una carencia y una insatisfacción.  Desear es reconocerse incompleto, carenciado y en presencia de algo ausente cuya posesión se representa como una satisfacción o deleite.  De aquí se desprende una consecuencia importante: todo deseo despierta sentimientos, debajo de la afectividad activada subyace el deseo. 

3.1. Paradojas 

Alguien afirmó que, a causa del deseo, vivimos un cierto malestar o ansiedad y, en consecuencia, esta experiencia de malestar se encuentra a la base de toda actividad humana.  Pero otro respondió: si no tenemos algo que desear seremos felizmente desgraciados.   Muchas de las paradojas del deseo se convirtieron en sentencias o máximas populares, tales como estas: 

-No pretendas que las cosas sean como deseas, desea que sean como son.

-Si alcanzaras la mitad de tus deseos, redoblarías tus inquietudes.

-Cuanto más deseas más te falta.

-Es más estimulante un deseo impaciente que un hartazgo de placer.

-La felicidad difícil de conseguir se la disfruta el doble.

-El deseo disminuye cuando abundan las oportunidades y los logros fáciles.

-Lo mucho se convierte en poco cuando se desea un poco más.

Nos angustiamos ante la posibilidad del fracaso: podemos fracasar y no alcanzar lo que pretendemos.  Pero puede ocurrir lo contrario.  No obstante, entre nuestro deseo y su realización existe una distancia grande: nuestras realizaciones suelen quedar cortas en relación con nuestras esperanzas.  Nada nos colma en plenitud, la saciedad es fugaz, el deseo nos deja más acá de lo deseado, el deseo nos deja siempre con hambre: ¡un millón de besos no apagan el deseo de besar!  El deseo parece saciarse solamente con infinitud y eternidad. 

Si la insaciabilidad penosa fuera la finalidad del deseo, el mundo y los humanos seríamos absurdos y sin sentido.  Por eso se impone jamás olvidar que el deseo nos posibilita ser y nos convierte en seres de esperanza.  La espera y la esperanza son vivencias radicalmente humanas: si espero con esperanza, estoy vivo.  En definitiva, el deseo nos expone no sólo a la angustia sino también y sobre todo a la esperanza.

El deseo invita a salir de sí mismo, pone en contacto con otros, relaciona.  Es experiencia de finitud y límite, pero también de posibilidad de ser más y mejor.  Al ponernos en relación con los otros, el deseo permite que nos constituyamos como sujetos: la mirada del otro despierta mi propia mirada.  La atención a nuestros deseos nos permite autoconocernos y decir quiénes somos.  Tenemos aquí una tarea fundamental en el proceso formativo, sobre todo en su etapa inicial: constata que y a quien deseas y sabrás quien eres. 

Es verdad que el deseo nos pone en movimiento y en búsqueda de algo o alguien que nos falta: tensión hacia algo más.  Pero este “más”, en última instancia, sólo lo podemos recibir como don y regalo.  Por eso, el deseo es también espacio, apertura, receptividad al don y, sobre todo, al donante. 

También es verdad que, entre las paradojas del deseo, hay que señalar la bondad o la maldad del mismo: el deseo se puede extraviar.  El verbo desear (hamad) es usado en Génesis 2:9 en forma positiva: Yahvéh Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles deseables a la vista y buenos para comer.  Pero en el capítulo siguiente el mismo verbo se usa para referirse al deseo del cual nace el pecado: Y como viere la mujer que el árbol era bueno para comer, deseable a la vista... (Gn.3:9).  No obstante, en el Cantar de los Cantares encontramos una referencia a esta situación, pero antes del pecado, cuando la sexualidad era aún fuente de placer, gozo y felicidad en Dios: Como un manzano entre árboles silvestres es mi amado entre los mozos; deseo sentarme a su sombra, su fruto me endulza la boca (Cant.2:3). 

El apóstol Pablo es tajante respecto a esta ambivalencia del deseo: Proceded según el Espíritu, y no deis satisfacción a los deseos de la carne.  Pues la carne tiene deseos contrarios al espíritu, y el espíritu contrarios a la carne, como que son entre sí tan opuestos, que no hacéis lo que queréis (Gál.5:16-17).   

Toda persona, varón o mujer, que se haya propuesto seguir a Cristo, bajo la moción del Espíritu, tendrá que practicar una ascesis del deseo a fin de orientarlo hacia el bien evitando el mal. Se trata de una ascesis prioritaria durante los años de formación inicial, pero de una importancia permanente o continua, es decir, a lo largo de toda la vida.

3.2. Dimensiones 

El deseo fontal y estructurante de nuestro ser humano genera toda una suerte de multiforme de aspiraciones, ansias, anhelos, afanes, apetencias, ganas, ambiciones, antojos, caprichos... que van tomando forma con el paso del tiempo en la vida de cada uno de nosotros.  Todo esto da lugar a una variadísima tipografía del deseo en íntima relación con las vicisitudes (gratificaciones, fantasías, relaciones) de la propia biografía personal. 

Pero puede suceder, y sucede, que los auténticos objetos del deseo sean reprimidos y, en consecuencia, ignorados, los sueños son una vía para facilitar la emergencia de deseos ignorados.  Cuanto más grande es el ámbito de deseos ignorados y excluidos más inauténtica se vuelve la vida: ¡no se sabe ya lo que se quiere!  Se confunden veleidades con querer y caprichos con desear. Y es así como se pueden tomar caminos totalmente equivocados y terminar en todo tipo de vocaciones frustradas. 

De igual modo, la ignorancia e incompatibilidad de nuestros deseos pueden paralizar nuestra vida o dar lugar a un insoportable conflicto entre ellos.  Quizás esta sea una de las causas más comunes de nuestras “neurosis” temporales o permanentes.  Por otro lado, los deseos dispersos y sin objetivo concreto suelen ser causa de ansiedades y malestares informes. 

La radicalidad de la estructura del deseo y la infinita variedad de objetos que aparentan satisfacerlo hacen que el deseo esté presente en casi todas las dimensiones de nuestra vida. Importa tener claridad a fin de optar y renunciar, poner orden y vivir integradamente y en armonía.  Veamos sintéticamente como se manifiesta el deseo en algunas dimensiones de la existencia humana.

-Dimensión biológica: apetencia, atracción y unión sexual.

         -Dimensión afectiva: ternura, cariño, enamoramiento, romances.

-Dimensión lúdica: humor, bromas, deporte.

-Dimensión pragmática: laboriosidad, servicialidad.

-Dimensión interpersonal: paternidad, maternidad, fraternidad, amistad, sociabilidad,

-Dimensión jerárquica: autoridad, política.

-Dimensión posesiva: propiedad, comercio.

-Dimensión intelectual: investigación, información, descubrimientos.

-Dimensión estética: belleza, arte.

-Dimensión altruista: gratuidad, beneficencia, sacrificio.

-Dimensión religiosa: absoluto, infinito, más allá, Dios.

El deseo es, pues, una estructura básica del ser humano en relación con una carencia y/o ausencia.  El deseo, como acabamos de ver, se abre en una amplia gama de dimensiones y experiencias interdependientes, algunas de estas dimensiones y experiencias son más comunes que otras, entre ellas, las dos siguientes:                                

-Ante todo, el deseo está presente en el ámbito de nuestro mundo sexual y afectivo.  Aquí encuentra su origen y su mayor campo de desarrollo.  La sexualidad es la dimensión de la vida en donde mayor promesa se ofrece de lograr una unión que rompa los límites de la diferencia, ausencia y distancia.  La afectividad, obviamente, alimenta y da vida a muchos tipos de relaciones interpersonales, tales como la paternidad y maternidad, la fraternidad y la amistad.

-Pero es, quizás, el ámbito de lo religioso el que ofrece las posibilidades de satisfacción de las aspiraciones y anhelos más hondos.  En efecto, el deseo encuentra en la religión: amor, protección, pervivencia, trascendencia, transformación.  Los monjes y las monjas, en todas las grandes religiones, son personas con un irresistible deseo de Dios, Dios les resulta prioritariamente atractivo y fascinante; sobre esta base se puede apoyar una vocación monástica cristiana y evangélica.

4. Deseo, sexualidad y religión           

Ya hemos hecho referencia al origen fontal del deseo humano: el hecho de ser creados a imagen de Dios.  La psicología profunda nos indica también el origen existencial del deseo: el hecho de nacer separándonos de nuestras madres.  A partir de este doble origen el deseo tiende hacia un doble fin: la plenitud en la comunión beatificante con Dios (fin divino) y la complementariedad en la unión placentera y gozosa con el otro/a (fin interpersonal). 

Al deseo espiritual, cuyo fin es la comunión con Dios, podemos llamarlo: anhelo beatificante.  Y al deseo corporal-afectivo, cuyo fin es la relación interpersonal heterosexuada o no, podemos llamarlo: apetito sexual y eros personal.  Según esto podemos decir que: el sexo es deseo biológico, el eros es deseo personalizado, y el anhelo es deseo divinizado.   

Ahora bien, la apetencia sexual saciada es causa de placer, el eros interpersonal produce gozo, pero solo el anhelo beatificante abre a una felicidad inconmensurable.

El siguiente cuadro permite una visión más clara y sintética de las afirmaciones precedentes.

Dos dimensiones básicas del deseo humano

 

Religiosa

Corporal-afectiva

 

Origen

-Creación a imagen y semejanza del Creador

-Separación del seno materno al momento de nacer

 

Nombre

-Anhelo beatificante

-Apetito sexual (sexo)

-Eros personal (afectividad)

 

Fin

-Comunión con Dios

-Unión complementaria con el otro/a

 

Efecto

Felicidad

-Placer (sexual)

-Gozo (afectivo)

 

 

4.1. Deseo y sexualidad 

El eros personal y el apetito sexual tienen algo en común: son dos fuerzas que nos permiten salir de nosotros mismos y erradicar el egoísmo entrañado en nuestro ser.  No obstante, el eros y el sexo son diferentes.  Importa pues tener claro aquello que los diferencia:

                                              

-El sexo produce tensión y distensión corporal, el eros personaliza y da sentido iluminando y orientando dicha experiencia.

-El eros favorece la intimidad entre las personas, mientras que el sexo sólo posibilita la relación entre los cuerpos.

-El sexo sin eros termina en el propio cuerpo, mientras que el eros, aun sin sexo, se dirige al otro/a.

-El acto sexual es el símbolo más poderoso de la relación entre dos personas y el eros es la intimidad en la relación.

-El eros va mucho más allá que el sexo; si el sexo es umbral, el eros es travesía.

El eros en cuanto deseo de comunión, plenitud y gozo interpersonal con una persona amada permite sentirse pleno y regalar plenitud.  El eros, así considerado, es atractivo y temible: atractivo, por su promesa de plenitud; temible, pues pide bajar los controles o dejar de lado todo control.  La intimidad afectiva despierta al eros, todo esto es atractivo; al mismo tiempo, la intimidad a la que invita el eros pide bajar aún más los controles, esto es causa de temor o miedo.  Muchas veces, los célibes y las vírgenes que han optado por ser tales, no saben donde trazar la frontera a fin de ser fieles a sus opciones.  El eros, en la relación entre un varón y una mujer, suele seguir esta dinámica: 

-Sentimiento agradable por el hecho de estar juntos.

-Impulso a crear intimidad acortando la distancia que separa.

-Callar a fin de “contactar” y sentir.

-El gozo, dejado a su propio impulso, puede correr en búsqueda de placer. 

La renuncia y el autocontrol que implica la opción virginal y celibataria no han de ser impedimento para que varones y mujeres sepamos pasar un momento agradable estando juntos.  Quienes no saben vivir agradecidos estos momento sanos y cordiales suelen compensar con fantasías aquello mismo de lo que se privan o reprimen.

La cultura occidental, invadiente de otras culturas, ha esclavizado al eros bajo el dominio del sexo.  Es verdad que ya no estamos bajo la tiranía de la revolución sexual de fines del 60; en ese entonces se pasó del placer prohibido al placer obligatorio; el sexo se convirtió en coacción y se estableció la dictadura del orgasmo impuesto, imprescindible y obligado.  No obstante, la mayoría de nuestras sociedades viven una sexualidad desvinculada de la norma y, muchas veces, reducida a un juego a costa de las personas.  Nuestros jóvenes, varones y mujeres, provienen de esta sociedad y cultura.   

Por otro lado, ciertas espiritualidades sublimes  y ciertos sobrenaturalismos sin apoyo en lo natural han producido el mismo efecto que la revolución sexual secular: la muerte del eros, es decir, del deseo interpersonal.  En efecto, nosotros, hombres y mujeres piadosos, pretendiendo subyugar la carne terminamos matando la carne y el afecto, el apetito y el eros...   

Quizás habrá que proclamar y programar otra revolución a fin de devolver al eros interpersonal todo su encanto y apertura hacia lo absoluto y trascendente.  La “revolución erótica” no es una reivindicación del erotismo en cuanto disfraz de la genitalidad, sino una promoción del eros a fin de humanizar y sublimar nuestro sexo.

4.2. Deseo y religión                                               

Es sabido que la religión es la fuente de satisfacción de los deseos humanos más fundamentales.  El lenguaje divino es el lenguaje de los sentimientos profundos que enraízan en los deseos básicos del corazón humano.  Es aquí donde reside la fuente de la conversión, la fe, la justicia y el amor.  La Escritura nos ofrece numerosos ejemplos:  Me has seducido Yahvéh, y me dejé seducir (Jer.20:7); Tú me sondeas y me conoces (Sal.138); ¿No ardía nuestro corazón..? (Lc.24:32).  Mediante este lenguaje Dios seduce nuestros corazones a fin de abrirlos a Jesucristo y a su Buena Noticia.  La seducción de Dios es liberadora y reclama nuestra libre respuesta. 

En este contexto, podemos preguntarnos: ¿se apoya el deseo-anhelo de Dios en el fundamento del deseo-apetito sexual?   Con otras palabras: ¿existe un continuo (sin interrupción) entre la dimensión biológica del deseo y su dimensión religiosa? 

Muchos psicólogos no dudan en dar una respuesta afirmativa a la pregunta recién formulada.  Algunos teólogos tendrían sus dudas: entre la naturaleza y la gracia existe un salto cualitativo.  Otros teólogos, sin negar la gratuidad de la gracia divina, afirman una continuidad ente entre la persona humana, cuerpo-alma a imagen de Dios, y la unión con Dios.  Afirman, con los teólogos medievales: ¡el ser humano es capax Dei!, ¡la gracia no destruye la naturaleza sino que la supone y perfecciona! 

Para San Bernardo no existe en el ser humano un “deseo específico” que lo oriente hacia Dios.  Es la única fuerza humana del deseo que, partiendo del apetito biológico orientado por el libre albedrío, lleva a buscar y encontrar a Dios.  En sus Sermones sobre el Cantar de los Cantares, la simbología erótico-sexual se refiere al deseo del alma santa, en búsqueda de Dios y la unión con Él.  El apetito y el eros están al servicio de la caridad. 

Sea como sea, más allá del debate teológico, queda claro que sin el deseo-eros personal la búsqueda de Dios se convierte en algo artificial, mental, inconsistente, vacío y que se desploma como un castillo de naipes ante la presencia y la relación concreta con alguien que afecta nuestro corazón y moviliza nuestras entrañas. Opino que, sobre este tema, los varones somos más vulnerables que las mujeres en la medida en que somos más teóricos y propensos a la abstracción. 

Ya hemos indicado desde el mismo inicio que el deseo de Dios es constitutivo de la naturaleza humana.  En todos los seres humanos existe una capacidad innata de Dios, existe una orientación pre-electiva hacia Él.  Es en este sentido que la criatura humana ha sido creada a imagen de Dios. 

Algunos autores medievales, sobre todo cistercienses, se alejan un tanto de la tradición agustiniana en un punto práctico muy concreto.  El “agustinismo” parece trazar una frontera neta entre el “hombre exterior” y el “hombre interior”, entre la carne (sexualidad) y el espíritu, la primera es causa de perdición así como el segundo es causa de salvación.  Esta  espiritualidad puede resultar así dicotómica y con poca base en las entrañas del ser humano.  

Varios Padres corren la frontera y le ganan terreno a la carne.  El eros y el afecto espontáneo, enraizados en el sexo, están llamados a jugar un papel importante en la búsqueda de Dios.  Escuchemos a Guillermo de San Thierry en su Comentario al Cantar de los Cantares:

De modo que, en el momento de entregar a los hombres el cántico de amor espiritual, el Espíritu Santo reviste su trato espiritual y divino [con los seres humanos], con imágenes exteriores tomadas del amor carnal, pues solamente el amor comprende plenamente las cosas divinas. Amor carnal, pero llamado a unirse a lo espiritual y a ser transformado en él, pues sólo el amor captará rápidamente lo que es similar a sí.  Y, como es imposible que el verdadero amor, ávido de verdad, pueda detenerse o reposar mucho tiempo en las imágenes, pasará rápidamente por ese camino conocido a la realidad que antes había evocado en imágenes.  Entonces, el hombre, aun siendo hombre espiritual, en razón del aspecto corporal de su naturaleza, abrazará las delicias del amor carnal, las cuales asumidas por el Espíritu Santo, las pondrá al servicio del amor espiritual.  Por eso, aparece aquí una mujer que, sin ningún pudor, sale precipitadamente de un lugar oculto y, sin decir quién es, ni de dónde viene, ni a quién se dirige, exclama: “¡Que me bese con el beso de boca!” (Exp Cant 24).

 

Guillermo se ubica en esa gran corriente espiritual que propone la búsqueda de rostro del Señor a partir de lo que somos por creación a fin de concluir por gracia en aquello que podemos ser.

Soy consciente que esta doctrina-práctica puede tener sus riesgos y ser causa de temor: las fronteras son menos claras y el mundo interior es más complejo.  Permanecen algunos interrogantes: ¿hasta dónde se puede descender para hacer pie firme en sí mismo y remontarse con seguridad y potencia hacia el mundo del espíritu? 

El problema básico, tanto para los medievales cuanto para nosotros,  reside en esto: cómo transformar el eros en caridad.  Posiblemente la solución de este problema sea diferente para los varones y para las mujeres.  Ellas podrían erotizar indebidamente el amor de caridad, nosotros podríamos genitalizarlo o no saber qué hacer con las resonancias carnales que podrían tener ocasionalmente lugar. 

La transformación del eros interpersonal en anhelo espiritual no es fácil, pero es posible.  Implica, ante todo, asumir consciente y pacíficamente la propia sexualidad a partir de la apetencia genital.  Luego, centrar la experiencia en el eros entendido como deseo de plenitud, comunión interpersonal y gozo en dicha comunión.  Finalmente, dejar que el eros trascienda toda adhesión definitiva con cualquier criatura, a fin de convertirse en anhelo de unión y bienaventuranza en Dios. 

La alternancia de ausencia y presencia, consolación y desolación juega un papel muy importante en la purificación del eros y su transformación en anhelo de Dios. 

En este contexto tendríamos que ubicar y potenciar en la formación la devoción cisterciense a la humanidad de Jesucristo, la contemplación de sus “misterios” prepascuales que lleva al seguimiento y comunión con su persona divina y gloriosa.  Más aún, habría también que actualizar la espiritualidad esponsal, entendida como “don recíproco en comunión fecunda”, espiritualidad que presenta indudables riquezas, aunque no está exenta de dificultades, subsanables con una correcta pedagogía.  Cuánto más sanos, plenos y felices seríamos si fueran realidad en nuestras vidas estas palabras del asceta Juan Clímaco: ¡bienaventurado el hombre cuyo amor por Dios es como el eros del enamorado por su amada! (Escala, 30:5).

           

5. Deseo y psicología humanista

La psicología contemporánea de corte humanístico nos habla del “potencial humano”.  Con estas palabras nos está diciendo que el ser humano posee una dotación natural para crecer y alcanzar un funcionamiento plenamente personal.  En este contexto se ubica la doctrina sobre las necesidades o tendencias humanas, doctrina que completaremos con la realidad antropológica del deseo.

La necesidad tiene la particularidad de encerrarnos en el presente y en nosotros mismos; el deseo, por el contrario, nos abre y lanza hacia el futuro y los otros. Las necesidades se pueden satisfacer fácilmente: cuando se alcanza el objeto adecuado se elimina la tensión desencadenada en el organismo (el agua apaga mi sed). Pero ningún objeto presente puede satisfacer completamente el deseo, porque en última instancia el deseo remite a un pasado y a un futuro al que ningún presente puede dar respuesta acabada y precisa. 

Ahora bien, tanto las necesidades cuanto los deseos son “tendencias” hacia la satisfacción a fin de salir de un estado de carencia o privación física, psíquica o espiritual.  Es fácil ver que esta tendencia hacia la satisfacción juega un papel primordial en cualquier teoría o práctica sobre la motivación humana. 

Intentemos sintetizar y clasificar estas tendencias (necesidades y deseos) en tres grupos:

-Biológicas: aire-respiración, agua-sed, comida-alimentación, sueño-descanso, sexo-acoplamiento-reproducción, casa-habitación-vestido... 

-Psicológicas: seguridad-protección, amor-pertenencia, autoestima-alioestima, convivencia-asociación... 

-Espirituales: belleza, bondad, verdad, justicia, orden, plenitud, sentido, libertad, perfección, religión, espiritualidad, mística... 

Es fácil constatar que las tendencias llamadas biológicas son más necesidades que deseos; mientras que las tendencias psicológicas y espirituales son del orden de los deseos. 

Estas tendencias -necesidades y deseos- no se presentan todas al mismo tiempo ni con igual urgencia.  Existe una cierta jerarquía de las mismas.  Por lo general, cada uno de los diferentes niveles se hace sentir en la medida en que el nivel precedente ha sido satisfecho.  Es evidente que la situación concreta de una sociedad y/o grupos puede facilitar o impedir la satisfacción de necesidades, la multiplicación de las mismas y la confusión de ellas con los deseos. 

La experiencia enseña que muy difícilmente se accede a la satisfacción de deseos espirituales cuando se sufre una grave carencia en las necesidades biológicas o deseos psicológicos. Quien sufre de sueño mal puede dedicarse con efectividad a la búsqueda del sentido de la Palabra de Dios.  De igual modo: una autoestima deficiente condiciona la propia libertad y el aprecio de la bondad de la vida. 

Lo recién dicho tiene su incidencia práctica en el ámbito de la formación monástica.  En la mayoría de nuestros monasterios están cubiertas las necesidades biológicas de sus miembros.  Pero no estoy seguro de poder afirmar lo mismo respecto a los deseos psicológicos, que sirven muchas veces de soporte para los deseos espirituales.  Cabría también preguntarnos si nuestras comunidades son expertas en el arte de desarrollar los deseos espirituales abiertos a la experiencia mística de comunión con Dios y si todo está ordenado a este fin.

6. Deseo y cultura capitalista 

Las grandes culturas humanas se han ubicado y se ubican diferentemente ante el deseo.  La cultura oriental tiende hacia la liberación del deseo; ciertas corrientes budistas consideran que quien se libera del deseo se libera del “yo” y alcanza una libertad plena; uno de los nombres del nirvana es, precisamente: “aniquilación de la sed” (tanhakkhaya); desterrada la sed del deseo cesa toda desdicha y sufrimiento. 

La cultura griega clásica enseñará a controlar los deseos; Aristóteles elogia a Platón porque afirmó que la educación consistía en enseñar a desear lo deseable.  Esta doctrina la encontramos en Santo Tomás de Aquino cuando comenta el Padrenuestro en su Suma Teológica: La oración es una intérprete de nuestro deseo ante Dios, sólo pediremos rectamente lo que rectamente podemos desear.  Y en la oración dominical no sólo se piden todas las cosas que rectamente se pueden desear, sino incluso en el orden en que se deben desear, de este modo es no sólo una regla de nuestras peticiones, sino también una norma de todos nuestros sentimientos (informativa totius nostri affectus) (II-II, 83:9).

La cultura medieval occidental, grávida de cristianismo, como hemos visto, puso el deseo al servicio de la búsqueda de Dios; hasta podemos pensar que algunos comentarios al Cantar de los Cantares eran instrumentos pedagógicos en vistas a la transformación del deseo.  Por el contrario, la cultura occidental nord-atlántica contemporánea modela los deseos al servicio del comercio y de la economía.  Veamos esto último brevemente. 

El sistema económico capitalista se va imponiendo en el mundo actual por la siguiente razón: va siendo capaz, a escala mundial, de producir “cultura” generando una antropología de masas con un sistema de valores y necesidades que corresponden con el modelo económico ofrecido. 

A fin de lograr su objetivo, el capitalismo afronta los deseos de un modo particular: los confunde intencionalmente con las necesidades y procura luego modelarlos o darles una forma particular.  Como ya hemos dicho, las necesidades son saciables y se vinculan con lo social; los deseos profundos son insaciables y se vinculan con la interioridad y el ser profundo y original.

Las teorías capitalistas están pensadas en términos de satisfacción de necesidades-deseos.  Pero no se trata, sobre todo, de la satisfacción de las necesidades-deseos de lucro de los empresarios sino de la satisfacción de las necesidades-deseos de los consumidores.  El lucro es consecuencia de la satisfacción de las necesidades-deseos del cliente consumidor. 

Pero, además de satisfacer, se trata también de manipular y crear necesidades-deseos.  Y, como las necesidades son incontables y el deseo es ilimitado, infinita será la posibilidad de lucro.  El capitalismo no educa los deseos sino que los confunde con las necesidades, los produce, reproduce y moldea artificialmente.  De este modo, el consumidor (quien tiene poder de adquisición) , asume y consume lo que desea y lo que no desea pero cree firmemente que necesita.

En el mundo capitalista los medios de comunicación se rigen por la ley del máximo beneficio económico.  No se trata de medios neutrales, aunque se proclamen “independientes”, son medios aliados política y económicamente.  Los beneficios provienen de la publicidad o propaganda.  El telespectador, auditor o lector vale según el tiempo diario que gasta en la televisión, radio o lectura de diarios y revistas.  El propietario de los medios vende al anunciante un número de  lectores, auditores y telespectadoras y horas consumidas; en otras palabras: se venden audiencias.  Por eso, la finalidad de la programación es cautivar el mayor número posible de audiencias durante el mayor tiempo posible.  Los medios, sobre todo la televisión, están orientados a mantener el deseo del espectador pegado a la pantalla o al parlante mediante excitaciones bien programadas.  Es así como las necesidades-deseos se convierten en beneficio económico y son manipuladas a tal fin.

La educación de nuestros deseos, en contexto monástico, no puede ignorar esta manipulación de los deseos.  Se precisa discernimiento a fin de poder hacer opciones libres y justas.  Por otro lado, el paso del trabajo manual al trabajo comercial en muchos de nuestros monasterios nos fuerza a entrar, de alguna manera, en esa manipulación capitalista y publicitaria de los deseos.  Es posible convertirse de sujeto manipulado en sujeto manipulador.  No es fácil trazar la frontera entre lo económico y lo apostólico, entre lo lucrativo y lo pastoral. La ética comercial monástica no puede alinearse con la ética comercial secular. Tema a reflexionar, como algunos/as ya lo han hecho, a fin de evitar ambigüedades que pueden minar las bases de los proyectos formativos y de la comunicación del carisma monástico a jóvenes generaciones. Difícilmente podríamos enseñar a orar el Padrenuestro, como ordenamiento de nuestros deseos y norma de nuestros sentimientos, si al mismo tiempo cooperamos con la manipulación de ambos.

                                  

7. Deseo y esperanza cristiana

La virtud de la esperanza corresponde al deseo de felicidad que Dios al crearnos ha puesto en nuestro corazón.  Esta esperanza dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna.  San Agustín lo expresa así: Toda la vida del buen cristiano es un santo deseo. Mas lo que deseas no lo ves; pero deseando, das anchura a tu alma para que quede henchida cuando llegue el tiempo de la visión ( In Io.ep. tr.IV: 6). 

Este deseo y esperanza abiertos a la escatología han de ser la fuerza más poderosa para obrar con perseverancia y fidelidad.  La esperanza no es evasión del mundo y proyección hacia el cielo, es más bien: compromiso temporal y terreno sobre bases celestiales y eternas.  La Iglesia camina por la tierra y obra en ella como ciudadana contemplativa del cielo.  En definitiva: si nos fatigamos y luchamos es porque tenemos puesta la esperanza en Dios vivo (I Tim.4:10).

La presencia Jesucristo Resucitado en el seno de la Iglesia y del mundo es la fuente de nuestra esperanza.  Esta presencia nos mueve a desear con gemidos la gloriosa manifestación del Señor y a trabajar con ganas por un mundo mejor.

No hay duda de que una de las características de la vida monástica es precisamente su apertura escatológica y su realismo terreno basado en el deseo y la esperanza.  La historia secular del monaquismo da testimonio de esta doble realidad: deseo de Dios y anhelo del cielo enraizados en realizaciones culturales notables y creativas.

Algunas de nuestras comunidades en el mundo nordoccidental se encuentran hoy probadas en su esperanza.  El progresivo envejecimiento, la falta de vocaciones, la disminución de miembros, la pobreza de personas competentes y el futuro incierto son, ciertamente, una prueba difícil de atravesar.  Pero son también una oportunidad y una ocasión.  Oportunidad de vivir una vida monástica diáfanamente evangélica, despojada de adherencias que han perdido significatividad, ligera y ágil en su ritmo cotidiano, doméstica en su economía y edificios, centrada esencialmente en la búsqueda y el encuentro con el Señor en la comunión y la caridad. 

Quizás, para que esto sea posible no hay que conformarse con zurcidos y remiendos, se ha de desear una vida monástica nueva, en un cielo y una tierra nueva, en donde un hombre y una mujer nueva puedan volver a nacer.  Se ha de optar por lo más imposible, por lo más difícil, por lo más utópico.  Se ha de ser capaz de decir: “sí, pero todavía no”.  Hay que convertirse en parteras de esperanza, testimoniando que la loba amamantará corderitos, que la guerra será tan sólo un vocablo a buscar en vetustos diccionarios, que las armas serán piezas de museo, que la palabra empeñada será mas válida que mil documentos ante notario público, que todos abandonarán el poder a fin de ponerse a servir, que lo sordos compondrán sinfonías, que todas las ciudades estarán pavimentadas con verdes jardines, que los desiertos estarán poblados de presencia divina y que los monjes y monjas serán levadura de comunión allí donde aún haya vestigios de discordia.          

Nos atrevemos a pensar, siempre en el clima de la utopía, que una vida monástica así renovada podría resultar atractiva para jóvenes de hoy que, al igual que los de ayer, buscan a Dios. Y, con mas seguridad, podemos afirmar que esta vida monástica sería un medio propicio para comunicar el carisma de nuestros Padres a nuevas generaciones.

De todos modos, si nada de lo anterior sucede, si a pesar de nuestros deseos de vivir permanecemos solos y enfrentados con la muerte, podemos creer que todos nos recordarán agradecidos y nadie olvidará que fuimos en esta vida peregrinos expectantes que supimos cantar al cielo mientras edificamos la comunidad monástica terrena.

Nuestro peregrinar monástico se alimenta con la “oración de deseo”, ella nos permite perseverar en el desierto y en la noche.  Esta simple vida orante es un grito de esperanza en un mundo que busca dar sentido a su existencia.  Quiera Dios que podamos todos alzar nuestras miradas y unir nuestras voces cantando:  ¡Oh mediodía verdadero, plenitud de calor y de luz, mansión del sol, exterminio de las sombras , secante de las lagunas, expulsión de las impurezas! ¡Oh solsticio perenne, cuando el día ya nunca irá de caída! ¡Oh luz meridiana, oh temperatura primaveral, oh hermosura estival, oh abundancia otoñal, oh descanso y fiesta invernal! (San Bernardo, SC, 33:6).

 

Bernardo Olivera

Roma, 15 de Agosto 2005