TESTIGOS DE DIOS DESDE LO HONDO DE NUESTRA NOCHE


 (Conferencia a los Capítulos Generales, Octubre 2005)

                       

Mi propósito en esta conferencia es retomar un tema ya tratado en en los Capítulos Generales precedentes: las comunidades precarias o disminuidas.  Pero deseo hacerlo desde una perspectiva diferente. Concretamente, cómo estas comunidades están llamadas a dar testimonio de Dios en la situación actual de la Iglesia y del mundo.

No hace falta volver a señalar las característica que distinguen a estas comunidades.  Cada una podrá juzgar si mis palabras se refieren a ellas, si le prestan alguna utilidad y si las ayudan a crecer en esperanza.

En un primer momento, muy brevemente, trataremos de identificar las causas de la precariedad actual de la vida consagrada.  En segundo lugar, nos preguntaremos por el rostro de Dios del cual queremos dar testimonio.  En tercer lugar, abordaremos la vida monástica en cuanto testigo de ese Dios en medio de la presente crisis.  Concluiré con una invitación a la esperanza.

 

1. Causas de nuestra precariedad existencial y espiritual

Muchas voces autorizadas afirman que la vida consagrada, en la Iglesia católica y en el mundo noroccidental, se encuentra en una situación calificable con estos términos: “búsqueda”,  “crisis”, “caos”, “invierno”, “éxodo”, “noche”.  Sin dramas y sin ilusiones aceptamos -aunque con bemoles-  este diagnóstico y lo aplicamos a esa forma peculiar de vida consagrada que se llama monaquismo.

Ahora bien, concretamente, cuáles son las causas de nuestra noche monástica.  Me permito opinar que la causa no es una pérdida de identidad de la vida monástica: los monjes sabemos muy bien quiénes somos, aunque no siempre obramos tan bien como decimos.

En relación con lo anterior, tampoco se trata de una carencia de una “teología de la vida monástica”.  Aunque esta teología nos falte no creo que esta ausencia sea causa de desvelos e inquietudes.

Considero, aunque con temor, que la vida monástica no está hoy especialmente atacada del demonio de la mediocridad.  Este virus se hace presente en momentos históricos y culturales de una cierta estabilidad, momento que no me parece sea el nuestro.  Pero esto no significa que no tengamos que continuar creciendo en espesor humano y profundidad espiritual.

Tampoco me parece que los monjes ni las monjas padezcamos a causa de una “noche obscura teologal”, aunque es verdad que no siempre somos creyentes ardientes de esperanza en el desierto humano de la incredulidad y de la indiferencia.

Y así podríamos seguir revisando diferentes causalidades. Finalmente, tendríamos que admitir que, en cierta medida, habría todo un conjunto de causas que confluyen produciendo el fenómeno de nuestra noche, más o menos obscura, con sus notas de precariedad, fragilidad, inestabilidad, disminución de efectivos, falta de vocaciones, poca perseverancia, deficientes cuadros directivos...


No obstante lo recién dicho, me detengo ahora en una causa que considero crucial.  Concretamente: el impacto sufrido en la vida monástica a causa de la profunda transformación que está teniendo lugar en la cultura y en las sociedades occidentales nordatlánticas y en sus ámbitos de influencia.

En ese contexto mayor, podemos decir que la cultura y sociedad europea se encuentra en un nuevo momento crucial de su historia milenaria.  Más que hablar de una época de cambios podemos hablar de un cambio de época. La cultura agraria está en sus últimos coletazos agónicos, la cultura moderna va perdiendo su hegemonía y ya se ha entrado en un nuevo contexto cultural globalizado y tecnológico, dominado por los medios sociales de comunicación, difícil aún de caracterizar.  El siguiente cuadro, ingenuo en su simplificación, ilustra lo que estamos diciendo.

Cultura agraria (premoderna): la religión fusiona todas las otras realidades de la vida (política, economía, ética, familia...)

Cultura moderna: los diferentes aspectos de la cultura son autónomos (religión, política, economía...)

Cultura global (postmoderna): los diferentes aspectos de la cultura han sufrido una transformación y buscan una nueva relación entre sí en un contexto mayor...

                     

Es difícil caracterizar la transmutación que estamos padeciendo y gozando, aunque no faltan numerosas descripciones al respecto.  Por el contrario, resulta fácil constatar el impacto y las consecuencias de este fenómeno en nuestras comunidades monásticas.  El impacto mencionado ha dado lugar a una realidad muy concreta que podemos bautizar con el nombre de “precariedad existencial y espiritual”.

Deseo hacer notar algo importante.  La transmutación epocal afecta al “primer mundo” sobre todo en su dimensión cultural, y al “tercer mundo” en su dimensión económica y social.  La precariedad del primer mundo puede estrecharse en un abrazo con la miseria del tercer mundo.  Nuestras comunidades monásticas inmersas en la precariedad pueden solidarizarse con la muchedumbre de empobrecidos por la rapacidad de la economía global.

Ahora bien, cerrando esta parte de nuestro tema, lo que he querido decir es lo siguiente: muchas de  nuestras comunidades están pasando un momento peculiar de sus historias.  Este momento puede ser vivido como una tragedia, un mal que pasará o una oportunidad maravillosa para renovarnos y vivir en plenitud.  Sólo en este último caso podremos dar testimonio del Dios de Jesucristo.

2. Nuestro testimonio: el Dios Revolucionario

Digamos en primer lugar -a modo de autocrítica- que hay muchas teologías que lo saben todo de Dios, con esto demuestran su supina ignorancia; ignorancia que sería docta si la admitieran sin más.  Muchos rascacielos conceptuales y teológicos alejan del Dios vivo y nos convierten en creyentes de nuestro propio saber.        

El centro de la reflexión teológica consiste en la contemplación del misterio de Dios Trino.  A este misterio se accede contemplando el misterio de la encarnación del Hijo de Dios; misterio del hacerse humano y del caminar hacia su pasión y muerte, misterio que desemboca en su gloriosa resurrección, ascensión a la gloria del Padre, de donde enviará su Espíritu de verdad para constituir y animar a su Iglesia.  En este panorama, la teología ha de buscar comprender la kenosis de Dios: su vaciamiento y abajamiento que concluye en exaltación gloriosa; humillación suprema que manifiesta un amor que se entrega sin pedir nada a cambio.

Sin caer en la tentación de la “fe del carbonero”, podemos aceptar que los pequeños, pobres, disminuidos y enclenques (más aún si son creyentes) pueden conocer y testimoniar a Dios más auténticamente que los grandes, ricos, poderosos y fuertes (por más devotos que sean).

La pregunta de Jesús a sus discípulos: ¿Quién dicen que soy yo? (Mc.8:27-33) continúa repitiéndose hoy día en el corazón de cada cristiano y de cada comunidad local.  Esta pregunta resuena también en el corazón de las monjas y monjes, en cada comunidad monástica y en el monaquismo en cuanto fenómeno cristiano universal. 

Nuestro testimonio de Dios consiste precisamente en la respuesta que damos a la pregunta del Señor: ¿Quién dicen que soy yo?  Y si nuestro testimonio ha de ser convincente y motivador ha de estar respaldado por la propia vida.  En concreto, ¿qué le respondemos a Jesús, para que todos y todas lo escuchen, desde la noche en la que estamos inmersos?  Propongo lo siguiente: ¡Tú eres el Hijo unigénito del Dios revolucionario que exalta y abaja, humilla y engrandece!

A fin de ilustrar lo anunciado consultaremos un texto bíblico que está en nuestros labios y corazones diariamente: el cántico de María (Lc.1:47-55).  Lo presentamos haciendo notar su estructura bipartita:

I.          Engrandece mi alma al Señor y exulta mi espíritu en Dios mi Salvador,

porque miró la pobreza de su esclava.

Pues mira, desde ahora me tendrán por dichosa todas las generaciones,

porque hizo en mí obras grandes el Poderoso

Y su Nombre es Santo.

 

II.         Y su misericordia se extiende por generaciones y generaciones para los que le temen.

Hizo proezas con su brazo:

dispersó a los soberbios mediante los pensamientos de su corazón;

abatió a los poderosos de sus tronos y exaltó a los humildes;

a los hambrientos colmó de bienes y a los ricos despidió vacíos.

Socorrió a Israel su siervo, para recordar misericordia --conforme habló a nuestros padres-- para con Abraham y la simiente de él por siempre.

 

Con la exégesis contemporánea podemos afirmar que este cántico proviene de la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén; su fuente original, tal como lo atestigua san Lucas, podría ser la mismísima María de san José. 

El sentido general del texto puede ser presentado con estas pocas palabras: alegría en la revolución de Dios y testimonio de su preferencia por los pobres y sencillos.  O con estas otras: acción de gracias e himno de alabanza a Dios Salvador que, con las grandes cosas realizadas en María, trastoca definitivamente las relaciones de grandeza y de fuerza que imperan en el mundo.  En definitiva, se trata del canto más tierno (El Misericordioso que mira la pequeñez...) y más fuerte (El Poderoso que revoluciona las relaciones...) del Nuevo Testamento.

Nuestra atención se centra ahora en un par de versículos que ejemplifican la revolución divina como paradigma del obrar de Dios: abatió a los poderosos de sus tronos y exaltó a los humildes; a los hambrientos colmó de bienes y a los ricos despidió vacíos.

El problema más grave con los poderosos y potentados de este mundo es que no sólo se oponen a los humildes sino que  se oponen también al único Poderoso. Los humildes y pobres, por oposición a los poderosos, pueden ser definidos como “los carentes de poder”.  María se ubica entre ellos.

Notemos que en esta revolución de Dios, cantada por María, no hay revanchismo posible: ¡los pobres y humildes no ocupan los tronos de los poderosos y potentados!  ¡Ni siquiera María, a cuyo Hijo se le promete el trono de David (Lc.1:32), aspira ocupar un trono (que como Reina Madre le correspondería: Cf. I Rey.2:19).

La riqueza es una bendición (Dt.28:1-14), pero suele convertirse en peligro (Lc.18:24-27).  La Biblia denuncia a los ricos (plutûntes = “plutócratas” = los que ejercitan el poder mediante la riqueza; Cf. Sant.5:1-6).  Los plutócratas se desentienden de los más miserablemente pobres (los que no tienen ni para comer) y se olvidan de Dios (Lc.14:15-24), por eso Dios interviene e invierte la situación.  La historia del rico Epulón y el mísero Lázaro lo ilustra patéticamente (Lc.16:19-31; Cf. I Sam.2:5).

En síntesis, María canta, a partir de su propia experiencia, la manera habitual de actuar de Dios.  La acción revolucionaria de Dios no tiene nada de espectacular: la encarnación salvadora de su Hijo tiene lugar en el silencio y lo oculto.  María se alegra de la derrota de los orgullosos ricos y/o poderosos pues sólo de esta manera podrán acoger a Dios como Salvador y Señor: Dios convierte la eficacia del orgulloso en ineficacia ante Él a fin de curar su orgullo (I Cor.1:25; Sant.1:9-11; 5:1-6).  Dios colma a los pobres con la esperanza de que El está a su lado y a su favor: su providencia mueve a otros hombres para que prevean y provean a fin que no haya ningún necesitado (Hech.4:32-35); enseña además que hay mayor felicidad en dar que en recibir (Hech.20:35) y que el poder y la autoridad son un servicio (Lc.22:26-27).

No hay duda que Jesús, Hijo de este Dios Revolucionario y de María la Cantora, fue siempre coherente con este comportamiento divino (Lc.10:29-37; 13:30; 15:11-32; 16:19-31; 18:9-14; 24:10-11).  En este sentido, y sólo en este sentido, Jesús fue un revolucionario: Todo el que se ensalce será humillado; y el que se humille, será ensalzado (Lc.14:11; 18:14; Mt.23:12; Cf. Ez.21:31).  Es por esto que el autor de la carta a los Filipenses da testimonio diciendo:  El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo... y se humilló... Por lo cual Dios le exaltó, y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre... (Fil.2:6-11).

En definitiva, la inversión de situaciones, tan propia del actuar revolucionario de Dios en la historia, tiene por fin manifestar sus preferencias por los pobres y liberar a los cautivos del poder y de las riquezas a fin de que todos nos convirtamos en seres humanos: hijos e hijas de Dios y hermanos y hermanas de todos.  Nuestro testimonio permite dar a conocer que Dios no es un Dios de muertos sino de vivos  y que se vuelca en amor misericordioso allí en donde encuentra cualquier tipo de miseria, miserias opresoras y miserias oprimidas.

3. Testigos de Dios: gracias a la noche

Resta ahora por ver cómo se mediatiza y comunica nuestro testimonio del “Dios Revolucionario” que abaja y exalta,  humilla y engrandece.

Considero que poco vale la ortodoxia cristológica si no va acompañada de la ortopraxis evangélica: las convicciones sólidas y razonadas han de ir acompañadas con una acción discernida, flexible y audaz.  A Jesucristo lo conocemos y testimoniamos en la medida en que nos donamos.  En consecuencia, el testimonio de nuestra vida monástica no ha de ser algo verbal sino vital, de ejemplo y no de palabras.  Es decir, testimoniamos según vivimos. 

Pero para que este testimonio sea posible se impone una docena de condiciones previas.  Condiciones que traducidas en lenguaje subjetivo pueden ser entendidas como convicciones operativas:

-Abrazar la obscuridad de la noche como una magnífica oportunidad para crecer en fe, esperanza y caridad, pilares de la mística y la comunión cenobítica.

-Evitar vanos y superfluos lamentos. El 80 % de la humanidad se encuentra en situación aún más precaria, pobre, miserable y sombría que nosotros.

-Recordar que una Regla es tal porque es recta y lleva rectamente al fin propuesto, una observancia literal desvía del objetivo y tuerce al observante.        

-Desconfiar de esquemas mentales, jurídicos e institucionales que apagan la brasa que aún arde debajo de las cenizas.

-Jamás sacrificar personas al servicio de tradiciones y costumbres, estructuras y proyectos que han perdido su sentido y vigencia actual.

-No confundir espiritualidad con ideología, la primera es portadora de vida, la segunda es mutiladora de los vivientes.

-Comulgar hondamente con la vida de la Iglesia universal y local, como así también con los gozos y penas de los hombres y mujeres de nuestra época.

-Abrirse críticamente al diálogo pluricultural y generacional reconociendo que los jóvenes son también creadores de cultura.

-Soñar comunitariamente la utopía de una vida monástica anclada en la experiencia mística fundante del monaquismo y lanzada hacia el encuentro con Quien cada día nos sale al paso en el seno de la comunidad.

-Pedir al Espíritu capacidad de riesgo a fin de aventurarse por caminos desconocidos y correr la gran aventura que consiste en dejarse guiar y llevar por Él.

-Abundar en paciencia presente a fin de rebosar en esperanza futura.

-Entrar en la escuela nocturna del arte del buen morir, sabiendo que la promoción depende del arte diurno del bien vivir.

-Abundar en el buen humor, sobre todo cuando el humo nubla, los ojos lloran, el aire falta y el fuego quema y vienen ganas de gritar ¡socorro!

Si las condiciones y convicciones recién presentadas son, aunque sea en parte, una realidad, ya se estará dando testimonio de la obra divina entre nosotros desde la pobreza de la propia precariedad.  Estas convicciones, más que producto del querer humano son un don de Dios y signo claro de su obra y presencia.  Este testimonio inicial podrá ser enriquecido si se lo encarna en una vida radicalmente evangélica y monásticamente esencial.

           

3.1.  Radicalmente evangélica

El radicalismo evangélico es una exigencia fundamental e irrenunciable para todo cristiano.  Este radicalismo brota de la llamada de Cristo a seguirlo e imitarlo, en virtud de la íntima comunión de vida con Él, realizada por el Espíritu.  Los varios consejos evangélicos que propone Jesús en el Sermón de la montaña  --y entre ellos los consejos, íntimamente relacionados entre sí, de obediencia, castidad y pobreza-- son una expresión privilegiada de dicho radicalismo.  Es decir, la vocación a la perfección del amor no está reservada de modo exclusivo a una élite de personas

La vida monástica, en todas las tradiciones religiosas, ha sido siempre considerada como una forma radical de vivir enraizados en el Absoluto.  Por nuestra parte, monjes y monjas, sólo deseamos seguir a Cristo, tal como lo propone el Evangelio.  Nuestra vida monástica contemporánea, desde la noche de su precariedad, está invitada a seguir a Jesús abrazando el bienaventurado radicalismo del Evangelio.  Nuestro futuro dependerá de nuestra respuesta a este desafío.  No se trata de tener el monopolio del radicalismo sino de ser fieles a la propia identidad.

La palabra de Jesús nos interpela:  Os digo que si no sois mejores que los maestros de la ley y los fariseos, no entraréis en el reino de los cielos (...)  Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt.5:20, 48).  El Maestro nos está diciendo que nuestra vida no  consiste en tradiciones, usos, permisos, observancias... sino en la perfección del amor que nos identifica con el Padre que está en los cielos.  Esta exigencia del amor nos lleva a las raíces mismas de la enseñanza de Jesús: el reinado de Dios como Padre de todos los seres humanos y la consecuente fraternidad y sororidad universales.  La monja y el monje radicales son aquellos que están arraigados y fundamentados en el amor (Ef.3:17), enraizados y cimentados en Cristo (Col.2:7).

En efecto, si deseamos concretar aún más la radicalidad, si deseamos hundir aún más profundamente nuestras raíces, tendremos que llegar al absoluto de la persona de Jesucristo.  Y esto no se puede hacer mediante una fe prestada o socio-cultural, sino por medio de una fe personal y purificada que ha vivido el despojo de muchas representaciones para quedar desnuda y en su más pura acogida y donación.  Si es verdad, y sé que lo es, que Él me amó y se entregó por mí, sólo queda una posibilidad: morir para vivir en Él y servir a los demás.

3.2. Monásticamente esencial

La vida monástica conoce una gran variedad de formas.  Se puede hablar de la vida monástica como de un arquetipo humano fundamental que encontramos en todas las grandes tradiciones religiosas de la humanidad.  Se podría también recordar la variedad de formas que el monaquismo cristiano ha tomado en las tradiciones del Oriente y del Occidente.  No obstante, hay algo común que subyace a todas las formas; he aquí como expresa un monje cristiano medieval:

'Esta es la generación que busca al Señor' (Sal.23:6).  ¿Le busca o ya le posee?  Sí, lo posee y lo busca: es imposible buscarle sin poseerle ya antes (...)  Hermanos míos, si ésta es con toda verdad y certeza la 'generación que busca al Señor, que busca el rostro del Dios de Jacob' (Sal.23:6).  ¿Qué otra cosa puedo deciros sino aquello que dice el profeta: 'Que se alegren los que buscan al Señor; recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro' (Sal.104:3-4).  O lo que dice otro: 'Si buscáis, buscad' (Is.21:12).  ¿Qué quiere decir: si buscáis, buscad?  'Buscadle con sencillez de corazón' (Sab.1:1).  A él por encima de todo, y ninguna otra cosa fuera de él, ni después de él.  El que es simple por naturaleza exige sencillez de corazón (Bernardo de Claraval, Div 37:4,9).

Nosotros, monjes y monjas, somos cristianos que hemos dedicado toda nuestra vida a la búsqueda y al encuentro con Dios.  Es verdad que no somos los únicos que buscamos a Dios ni tampoco pretendemos hacerlo mejor que los demás.  No obstante, podemos decir que nos sabemos llamados a hacer de esta búsqueda un absoluto en nuestras vidas.  Por eso: queremos buscar a Dios verdaderamente, frecuentemente, constantemente; no queremos buscar otra cosa en lugar de Él, ni otra cosa con Él, ni regresar de Él hacia otras cosas.  Si no buscásemos a Dios de este modo, ¡dejaríamos de ser monjes y monjas!

Siendo la búsqueda de Dios el sentido y fin último de nuestra existencia, nuestra vida es una vida de gran sencillez.  Esta simplicitas, es decir, el hecho de tener sólo una preocupación y un solo fin, es el sentido primero y más profundo de la palabra monachos.

La razón y finalidad de este quaerere Deum es evidentemente el encuentro amoroso con Dios.  Toda nuestra vida es un camino hacia este fin.  Y este camino monástico está caracterizado por un cierto número de medios.  Entre los principales habrá que enumerar los siguientes: la oración silenciosa y contínua, la plegaria litúrgica centrada en la Eucaristía, la lectio divina, la ascesis del ayuno, de las vigilias, del trabajo, de la pobreza voluntaria y de las diversas renuncias (castidad y obediencia) conducentes a la conversión y purificación del corazón, todo en un clima de soledad y silencio.

Nosotros, monjes y monjas cistercienses, encontranos todos estos medios claramente presentados y legislados en la Regla de San Benito (en cuanto encarnación del Evangelio), y las Constituciones de la Orden (como interpretación vivencial de dicha Regla).  En estos mismos documentos encontramos algo más importante aún: el fin que nos ha de animar en nuestro diario peregrinar.

Sabemos que estos medios no son más que medios.  Son constitutivos de la vida monástica y necesarios a la misma; pero no son el elemento esencial de ella ni el alma que la anima: la búsqueda y el encuentro con Dios.  Una vedette de televisión ayuna, duerme poco y canta; y un preso de la penitenciaria nacional guarda silencio, vive en soledad y se dona a la lectura; pero, con el mayor respeto, no me parece que podamos considerarlos un monje y una monja.  Nosotros lo somos, pero si perdemos de vista nuestro fin, corremos el peligro de convertirnos en vedettes y presidiarios.

Estos medios constitutivos de nuestra vida monástica se encarnan en prácticas concretas.  Estas prácticas pueden diferir en una u otra tradición y, además, pueden evolucionar a lo largo del tiempo.  A todos nos es evidente que la práctica del silencio en la tradición benedictina no es igual al de la tradición cisterciense reformada.  De igual modo, es fácil constatar la evolución sufrida por dichas prácticas en los últimos años; bastaría estudiar la evolución de nuestras Constituciones para convencerse de ello.  Valga como ejemplo ilustrativo el siguiente cuadro:

Evolución de la encarnación práctica de algunos medios monásticos

 

Épocas

Desde 1900...

Desde 1960...

Desde 1975...

 

 

 

Modelo

Ascético (Observancias)

Personalista (valores individuales)

Comunitario (valores comunes)

 

 

Pobreza

Permisos, escasez, desapropiación, trabajo duro, limosnas...

Administración, trabajo rentable, uso de bienes al servicio de la comunidad, cooperativas laborales...

Bienes comunes, administración económica, gestión financiera, solidaridad con el tercer mundo...

 

 

Castidad

Prevención, modestia, corazón indiviso...

Ayudas para la integración afectiva, corazón habitado..

Clima afectivo comunitario, amistades, apertura heterosexual...

 

 

Obediencia

Observancia normativa, renuncia al propio querer, sumisión del propio juicio...

Promoción de talentos , responsabilidad personal, respeto a la autonomía personal...

Diálogo, discernimiento comunitario, decisiones consensuadas...

 

 

Los medios son relativos a los fines.  Y mucho más aún las encarnaciones prácticas de dichos medios.  Y estas encarnaciones prácticas varían según tradiciones, lugares y tiempos.  Y si varían y han variado pueden seguir variando, siempre en vista del fin de nuestra vida monástica.  Podemos preguntarnos si un modelo más evangélico no testimoniaría mejor al Dios que buscamos.  Creo, por ejemplo, que una castidad amante, una pobreza servicial y una obediencia comunional podrían resultar buena noticia para el mundo de hoy y testimonio más elocuente del Dios que revoluciona y libera.

Ahora bien, nuestra búsqueda de Dios la vivimos en un contexto de relaciones interpersonales.  La vida comunitaria en comunión de amor es también algo esencial en nuestra tradición monástica cenobítica.   A Dios se lo busca y encuentra en comunidad: ¡qué Él nos lleve todos juntos a la vida eterna (Regla de San Benito, 72:12).  Más aún todavía, el hermano y la hermana, habitados por el Señor, son también “lugar” del encuentro con Dios.

En resumidas cuentas, es evidente para todo buscador de Dios que lo más importante es el encuentro con Él.  Es precisamente dicho encuentro el que paga con creces todas las penas y trabajos de la búsqueda.  En otros términos, la vida monástica carece de sentido sin la unión mística o contemplativa con el Dios que llama, purifica, desposa y transforma.

Así como las convicciones señaladas precedentemente eran signo de la obra y presencia del Señor, mucho más lo es la radicalidad evangélica y una vida monástica anclada en lo esencial.  Las comunidades que así viven dan testimonio de un Dios revolucionario que abaja y exalta y tiene sus complacencias en nuestra pequeñez, pobreza y precariedad, ¡aunque sea de noche!  Estas comunidades dan testimonio de Dios con sus propias vidas más que con sus palabras: viviendo más que hablando.     

Nuestra precariedad monástica es una oportunidad y un don de Dios.  La respuesta más adecuada a este don es la acción de gracias. Agradecidos por nuestra precariedad existencial y espiritual, demos testimonio del Dios de Jesucristo: Padre misericordioso que abajando exalta y humillando corona de gloria.  Si vivimos enraizados en Jesús, mediante una vida monástica cristalina y evangélica, seremos también buena noticia para un mundo famélico de felicidad y una iglesia sedienta de Dios Amor.

                                                                                 

4. Conclusión: invitación a la esperanza

Concluyo con tres palabras prestadas de diferente tipo.  Una palabra sapiencial, una palabra profética y una palabra contemplativa.  Tres palabras que, desde diferentes vertientes, son una invitación a la esperanza.

He aquí la palabra sapiencial de alguien que pasó 40 días con sus noches flotando en aguas de diluvio.  Finalmente Dios le mandó una paloma con un ramo de olivo en señal de paz y reconciliación.  El buen anciano Noé, desde su Arca, nos dice lo siguiente:

-Recuerden que estamos todos en el mismo bote, por eso, a remar juntos.

-Prevean el futuro, aún no llovía cuando yo comencé a construir el Arca.

-Estén siempre listos, yo ya tenía 600 años cuando quiso el Señor que me convirtiera en constructor y piloto naval.

-Hagan oídos sordos a las críticas insensatas, continúen construyendo.

-Si la tensión sube y el agua llega al cuello, hagan la plancha y pónganse a flotar.

-No olviden, el Arca la construimos un grupito de principiantes atentos a las indicaciones divinas, el Titanic fue obra de expertos.

-Poco importa el furor de la tormenta y los baldazos de agua, si confían en Dios verán un arco iris brillar en el cielo.

Sigue una breve palabra profética de una mujer reveladora de misterios, Juliana de Norwich: Comprendí, pues, por la gracia de Dios, que era preciso mantenerme firme en la fe y creer con no menos firmeza que todas las cosas serán para bien... (Revelaciones, 32).

Concluyo con la palabra contemplativa.  Palabra que ha de recordarnos aquella cena de entrega, adioses y traición entrada ya la noche (Jn.13:30).  Noche que no impidió ni impedirá que su Eucaristía sea signo de esperanza y anticipo de gloria futura.  Digamos juntos con el poeta y santo Juan de Yepes, natural de Medina del Campo:

Que bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

Aquella eterna fonte está escondida,

que bien sé yo do tiene su manida,

aunque es de noche.

.........................................................

Aquesta eterna fonte está escondida

en este vivo pan por darnos vida,

aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,

y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,

porque es de noche.

Aquesta viva  fuente que deseo,

en este pan de vida yo lo veo,

aunque es de noche.