En torno a la soledad monástica

CMadre Catharina, Imari

Soy una superiora venida de la otra comunidad. Al asumir el cargo, tuve un deseo firme y sincero de que hubiera mayor fomento de la soledad en nuestra vida comunitaria, puesto que el cimiento de la espiritualidad benedictina no es otra cosa que ponerse solo/a delante de Dios.

Comencé a buscar cómo hacer realidad dicho deseo cuando me encontré con un artista católico ya de edad, quien tiene un taller en Alemania y otro en Japón, viviendo medio año allí y otro tanto aquí. Pronto descubrí que su vida se apoyaba en la soledad. Una soledad luminosa, siendo su personalidad un claro efluvio de la misma.

  Generalmente la soledad implica algo así como una barrera de separación o un distanciamiento entre uno y otro. La correlación soledad-comunicación queda, por tanto, constantemente expuesta al riesgo de tensión o incompatibilidad. Sin embargo, la soledad de nuestro artista era de carácter incluyente, una soledad con hondura que abraza tiernamente el corazón del prójimo. Cuanto más honda es soledad tal, más honda penetra en el corazón ajeno hasta realizar la unión de uno con otro. Una feliz intuición me hizo comprender que ésta era la soledad que se buscaba en nuestra vida monástica. Una soledad en la cual ella y la comunicación de integran en plena armonía.

  Nuestro artista llevaba veinticinco años practicando el zazen y había logrado unirlo con la mística del alemán Meister Eckhart. Su soledad era nada menos que una conjunción del largo praxis de zazen y del encuentro místico personal con Dios. Así, pues, me pareció oportuno pedirle al artista que enseñase el zazen a nuestra comunidad. 

  El maestro nos visita tres veces al año como voluntario, y el curso comenzó en enero pasado con el ejercicio de sesshin, esto es, contacto o encuentro con el corazón, que dura una semana. Una docena de mis hermanas participan facultativamente en él dedicándole veinte o veinticinco minutos diarios. Hasta ahora se han escuchado estos comentarios: se me ha hecho más fácil el concentrarme, ya no me distraigo en la lectura de la Sagrada Escritura y del breviario, ahora tengo el corazón en paz etc.

  Dado que el zen pretende una inmersión en una esfera más allá de la expresión oral, lo que ocurre en lo más profundo de nuestra existencia no debe ascender al nivel de consciente. Algún cambio, sin embargo, está ocurriendo en el subconsciente de las participantes en el ejercicio. Hoy, tengo la impresión de que en nuestra comunidad está naciendo algo que puede ser un núcleo de espiritualidad monástica. Se hace cada vez menos frecuente la salida a la calle, tratos fútiles, llamadas telefónicas afuera. Esto demuestra que nuestra comunidad se está disponiendo a recorrer el camino de la interioridad monástica.

  Ahora se preguntará: ¿ en qué consiste el zen ?  Según Dogen, una de las figuras más representativas de la disciplina en el siglo 13, el zen tiene por objeto el shinshindatsuraku, que literalmente quiere decir dejarse caer el alma y el cuerpo, lo que significa librarse de toda clase de ataduras para que el alma y el cuerpo descansen en plena serenidad. El hombre, aun rompiendo con el mundo, sigue siendo parte del mundo y, por tanto, zarandeado por el torbellino de preocupaciones y pasiones enraizadas en el yo. Sólo un total desprendimiento del mundo le permite supera el yo para descubrirse a sí mismo limpio y propio tal como fue creado por Dios. Éste es el estado final que pretende alcanzar el zen . Dicho de otra manera, romper el duro caparazón secular que uno lleva encima es como llegar a lo más profundo del alma, en donde el yo queda inoperante y uno se presenta así como imagen de Dios. Es entonces cuando uno se purifica y se transfigura.

  He aquí unas palabras de Dogen que expresan lo fundamental del zen. Aprender el camino de Buda es aprender el yo. Aprender el yo es olvidar el yo. Olvidar el yo es probar un millón de preceptos. Aquí el término yo (jiko ) tiene dos nociones diferentes. En aprender el yo significa el uno tal como imagen de Dios, mientras en otros casos indica el ego (jiga). Esta distinción permitirá interpretar dichas palabras de la manera siguiente: si uno se persigue a sí mismo en cuanto imagen preciosa de Dios, debe desprenderse del ego, y libre del ego, la verdad viene por sí sola a ocupar el vacío dejado. 

  Sin embargo, haber llegado a este estado no asegura que se esté ya cerca de la soledad cisterciense. Del zen no se puede esperar mayor alcance por carecer de noción de Dios yo y tú. Así que el zen no resulta más que un proceso o camino de auto-negación al final del cual se realiza el encuentro con Dios residente en lo íntimo de uno. Es aquí donde se ubica y se extiende la soledad tradicional del cristianismo, consistente en el solo/a con Dios único.  Aquí  está el yo solo/a delante Dios. 

  En nuestra comunidad no se practica el zen con los dientes apretados. Se practica más bien como un juego existencial o un deporte espiritual en que se lucha con el yo. El zen nos refresca el alma y el cuerpo y nos permite superar el tiempo y el espacio. Nuestra soledad no nos aparta de nada sino que nos une con todo. Casi se identifica, pues, con la soledad espiritual de San Agustín expresada en su solus cum solo Deo.

La soledad nos une con Dios, y en la unidad con Dios nuestro amor se abre a todo ser viviente del universo.