En
torno a la soledad monástica
CMadre Catharina, Imari
Soy una superiora venida de la otra comunidad. Al asumir el cargo, tuve un deseo firme y sincero de que hubiera mayor fomento de la soledad en nuestra vida comunitaria, puesto que el cimiento de la espiritualidad benedictina no es otra cosa que ponerse solo/a delante de Dios.
Generalmente la soledad implica algo así
como una barrera de separación
o un distanciamiento entre uno y otro. La correlación
soledad-comunicación
queda, por tanto, constantemente expuesta al riesgo de tensión
o incompatibilidad. Sin embargo, la soledad de nuestro artista era de carácter
incluyente, una soledad con hondura que abraza tiernamente el corazón
del prójimo.
Cuanto más
honda es soledad tal, más
honda penetra en el corazón
ajeno hasta realizar la unión
de uno con otro. Una feliz intuición
me hizo comprender que ésta
era la soledad que se buscaba en nuestra
Nuestro artista llevaba veinticinco años
practicando el zazen y había
logrado unirlo con la mística
del alemán
Meister Eckhart. Su
soledad era nada menos que una conjunción
del largo praxis de zazen y del encuentro
místico
personal con Dios. Así,
pues, me pareció
oportuno pedirle al artista que enseñase
el zazen a nuestra comunidad.
El maestro nos visita tres veces al año
como voluntario, y el curso comenzó
en enero pasado con el ejercicio de sesshin, esto es, contacto o encuentro con el
corazón,
que dura una semana. Una docena de mis hermanas participan facultativamente
en él
dedicándole
veinte o veinticinco minutos diarios. Hasta ahora se han escuchado estos
comentarios: “se
me ha hecho más
fácil
el concentrarme”,
“ya
no me distraigo en la lectura de la Sagrada Escritura y del breviario”,
“ahora
tengo el corazón
en paz”
etc.
Dado que el zen pretende una inmersión
en una esfera más
allá
de la expresión
oral, lo que ocurre en lo más
profundo de nuestra existencia no debe ascender al nivel de consciente.
Algún
cambio, sin embargo, está
ocurriendo en el subconsciente de las participantes en el ejercicio. Hoy,
tengo la impresión
de que en nuestra comunidad está
naciendo algo que puede ser un núcleo
de espiritualidad monástica.
Se hace cada vez menos frecuente la salida a la calle, tratos fútiles,
llamadas telefónicas
afuera. Esto demuestra que nuestra comunidad se está
disponiendo a recorrer el camino de la interioridad monástica.
Ahora se preguntará:
¿
en
qué
consiste el zen ? Según
Dogen, una de las figuras más
representativas de la disciplina en el siglo 13, el zen tiene por objeto el shinshindatsuraku, que literalmente quiere decir
“dejarse
caer el alma y el cuerpo”,
lo que significa “librarse
de toda clase de ataduras”
para que el alma y el cuerpo descansen en plena serenidad. El hombre, aun
rompiendo con el mundo, sigue siendo parte del mundo y, por tanto, zarandeado
por el torbellino de preocupaciones y pasiones enraizadas en el yo. Sólo
un total desprendimiento del mundo le permite supera el yo para descubrirse
a sí
mismo limpio y propio tal como fue creado por Dios. Éste
es el estado final que pretende alcanzar el zen . Dicho de otra
manera, romper el duro caparazón
secular que uno lleva encima es como llegar a lo más
profundo del alma, en donde el yo queda inoperante y uno se presenta así
como imagen de Dios. Es entonces cuando uno se purifica y se transfigura.
He aquí
unas palabras de Dogen que expresan lo fundamental
del zen. “Aprender
el camino de Buda es aprender el yo. Aprender el yo es olvidar el yo. Olvidar
el yo es probar un millón
de preceptos”.
Aquí
el término
yo (jiko ) tiene dos nociones diferentes. En “aprender
el yo”
significa el uno tal como imagen de Dios, mientras en otros casos indica
el ego (jiga). Esta distinción
permitirá
interpretar dichas palabras de la manera siguiente: si uno se persigue a
sí
mismo en cuanto imagen preciosa de Dios, debe desprenderse del ego, y libre
del ego, la verdad viene por sí
sola a ocupar el vacío
dejado.
Sin embargo, haber llegado a este estado
no asegura que se esté
ya cerca de la soledad cisterciense. Del zen
no se puede esperar mayor alcance por carecer de noción
de Dios yo y tú.
Así
que el zen no resulta más
que un proceso o camino de auto-negación
al final del cual se realiza el encuentro con Dios residente en lo íntimo
de uno. Es aquí
donde se ubica y se extiende la soledad tradicional del cristianismo, consistente
en el solo/a con Dios único. Aquí está
el yo solo/a delante Dios.
En nuestra comunidad no se practica el
zen con los dientes apretados. Se practica
más
bien como un juego existencial o un deporte espiritual en que se lucha con
el yo. El zen nos refresca el alma y el
cuerpo y nos permite superar el tiempo y el espacio. Nuestra soledad no
nos aparta de nada sino que nos une con todo. Casi se identifica, pues,
con la soledad espiritual de San Agustín
expresada en su solus cum solo Deo.
La soledad nos une con Dios, y en la unidad con Dios nuestro amor se abre a todo ser viviente del universo.